Había una vez una joven que se llamaba Cenicienta, su madre murió cuando era pequeña y su padre después de unos años se volvió a casar, la mujer tenía dos hijas, Cenicienta a penas las vio supo que harían infeliz su vida, pero amaba a su padre y no se quejó por su decisión.
Un día su padre se marchó de viaje y por el camino murió, cuando le dieron la noticia a Cenicienta quedó devastada y la madrastra al ver que su marido nunca regresaría arremetió contra Cenicienta, la puso a hacer los quehaceres de la casa porque no pagaría a alguien para que lo hiciera ya que era muy avara. Cenicienta calladamente aceptó su destino.
Cenicienta todos los días se escapaba de su casa y una mañana vio a un joven que arrojaba piedras al río, ella desde donde estaba lo miraba, era muy guapo, tenía porte de príncipe, él volteó y miró a su observadora que al verse descubierta corrió como si hubiera visto un fantasma, el joven sonrió. Desde ese día iba a ese lugar para ver a la joven que lo espiaba, ninguno hizo nada para acercarse, pero se sentían bien al estar allí en silencio porque cada uno en esas horas escapaba del mundo donde vivían.
Un día llegó a la casa de Cenicienta una invitación para asistir al baile real, donde el príncipe escogería a su futura esposa, la madrastra y las hijas saltaban de alegría, pero Cenicienta supo que eso implicaría más trabajo y se puso triste porque no podría ver a su joven misterioso.
El día de la fiesta llegó y la madrastra de Cenicienta la puso a hacer el doble de tareas, ella aceleraba el trabajo intentando terminar a tiempo para prepararse para la fiesta, pero por mucho que lo intentó no logró terminar a tiempo.
La madrastra y sus dos hijas se marcharon alegres, dejaron a Cenicienta triste en su habitación, ella lloraba y algo llamó la atención, una luz que brillaba hacia ella se fue agrandando.
—¡Hola, querida! —dijo una mujer que llevaba una varita en la mano.
—¿Quién eres? —preguntó Cenicienta.
—Tu hada madrina, vine a cumplir tu deseo, ir a la fiesta del príncipe —dijo la mujer.
—¿Mi deseo? Umm —respondió Cenicienta.
Se acercó a su hada madrina y le dijo algo al oído.
—¿Estás segura? —preguntó su hada madrina.
Cenicienta afirmó y la mujer hizo un hechizo con su varita, pero Cenicienta no cambió de traje, ni tenía zapatillas de cristal, estaba igual que siempre.
—¿Ya? —preguntó Cenicienta, su hada madrina afirmó y la joven corrió afuera.
En la puerta había un carruaje que esperaba por ella.
Cenicienta le había dicho a su hada madrina, que lo que deseaba más antes que ir a la fiesta era huir de ese lugar, después de sacar en una maleta la poca ropa que tenía se montó y el carruaje la sacó de allí sin ella mirar atrás.
Cuando la madrastra y las hijas llegaron, vieron que Cenicienta se había marchado, desde ese día tuvieron que hacer los quehaceres de la casa porque nadie quería hacerlo al no aguantar el genio de las tres.
Cenicienta comenzó a enviarles cartas desde los sitios que visitaba, las hermanastras estaban furiosas, ya ni a las fiestas reales las invitaban, el príncipe se había ido de viaje y en uno de ellos se encontró con la hermosa joven que lo espiaba y juntos decidieron tomar las riendas de sus vidas, así que Cenicienta tuvo a su príncipe y su libertad gracias a su hada madrina y a la decisión que tomó.
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