Estos días de confinamiento me han enseñado que la verdadera felicidad está en compartir con los seres que más amo y que sé que ellos también me aman, que la salud de mis seres queridos es lo que más me importa y que estar en casa no me hace sentir mal porque para mí, estar en casa es el mejor sitio, donde me siento a gusto, protegida y disfruto de vivir con cada uno de los que habitan mi hogar y agradezco a Dios por su compañía.
Me siento afortunada porque nada se compara al afecto de mis hijos, al abrazo de mi nieto Alan, al «Hola abuella» que me dice cuando me ve por las mañanas al levantarse, o cuando corre hacia mí para que lo proteja del castigo después de una travesura —sí lo sé, está mal, pero qué abuela no se resiste al ver esa carita—. Y me siento un poco culpable de haber sido tan estricta como madre, ¿por qué no fui más como abuela con mis hijos? Pregunta que tal vez muchas abuelas ahora se hacen.
Volviendo a lo que me hace feliz, me gusta sentarme a escribir o a leer un buen libro, también lo que más disfruto es compartir todos juntos mientras vemos una película, comer palomitas y beber Coca-cola, aunque parezca algo tan simple, me alegra poder hacerlo porque sé que no necesito de muchas cosas para ser feliz mientras tenga a lo que más amo junto a mí.
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